domingo, 4 de mayo de 2014

Día de la madre

¡Hola queridos amigos!

Este es un artículo “noctámbulo” porque lo estoy comenzando a las 03:05. Desconozco el por qué, pero no puedo dormir y cada ovejita que pasa ante mí se transforma en carnero, así que decidí levantarme. No me basta con ponerme a leer, como otras veces, porque necesito descargar adrenalina, de manera que he optado por ejercitar los dedos y acariciar las teclas, a ver qué resulta.

Pensé en preparar un artículo de investigación y análisis, pero la verdad es que me mantendría despierta hasta el amanecer, y deseo caer antes en los brazos de Morfeo, así que me valdré de mis vivencias y memorias, y os contaré un poco sobre el primer "Día de la Madre" que recuerdo, confiando en que este ejercicio se convertirá en un sedante, solo para mí claro.

Habían transcurrido 6 meses de mi llegada a Venezuela, era un viernes y papá me dijo: "Mañana vamos a ir a buscar agua para las peceras, y de paso compraremos un regalo para tu mamá porque el domingo es su día, pero no puede saberlo, es una sorpresa. Solo le diremos que vamos por el agua".  

Cielos, sentí que compartir un secreto con mi recién encontrado papá era lo máximo. Confiaba en mí. Me sentí adulta, grande, importante.


Estaba tan feliz que cuando iba de un lado al otro no caminaba si no que saltaba cruzando las piernas, y no paraba de hacerlo. Sonreía más que costumbre y hasta desafié a los loros. Aquellos pájaros que tanto me llamaban la atención porque hablaban, pero a la vez no me gustaban porque se la pasaban chillando. 

Pasaba al lado de su jaula y, en medio de mi dicha, me olvidé que picaban y me atreví a sacarles la lengua. Estaban fuera y no medí bien la distancia, así que lamentablemente, uno la alcanzó y me la rajó de un picotazo. Me dolía y sangraba, pero no dije nada, por si me regañaban. Pensé además, que así el secreto de papá estaba más seguro. En todo caso, ¿qué era una herida en la lengua para la niña más importante del mundo?, no había sangre ni dolor que pudiera apagar mi emoción.

Ahora, mientras lo recuerdo, imagino que así, importante, es como se siente mi perrito cuando le digo “vamos a la calle”, porque salta, ladra y se pone feliz.

El sábado, papá y yo, salimos de casa temprano, acompañados por los pipotes que llenaríamos de agua y nuestro secreto.

El día estaba soleado, hermoso como la mayoría de los días caraqueños. Días en los que podía caer un gran chaparrón, pero tan pronto cesaba, volvía a resplandecer el sol acariciante que daba luz y calor, a la entonces bella y acogedora ciudad.

Era el año 1970, no había tráfico, mis padres eran jóvenes, llenos de vida e ilusiones. Mamá no estaba bien del corazón, pero quería vivir, siempre quiso, siempre luchó por ello, y ahora, al escribir esto, creo que no fue justo que se fuera tan pronto, pero aun así, sonrío porque me siento muy orgullosa de su valentía, porque siempre fue gallarda y por todo lo que dejó en mí, en nosotros.

Papá tomó la carretera hacia San Antonio de los Altos y yo iba feliz a su lado, como mi perrito cuando pasea conmigo. Él busca olores y saluda a todo el mundo, yo contemplaba aquel paisaje espeso, casi selvático, tropical, verde intenso, que bordeaba la carretera estrecha y con muchas curvas; entre las que de vez en cuando aparecía una casa y algún sembradío de canarios, isleños, que me hacían recordar a mi bella Galicia. Definitivamente, si hubiera tenido cola, sin duda la hubiera movido.

Humm… cierro mis ojos para evocar aquellos paisajes, aquellas sensaciones, el olor de la montaña, para sentir el aire fresco que entraba por la ventanilla de la camioneta, una panel Wolksvagen que papá acababa de comprar, y viajo en el tiempo para encontrarme con aquella dicha y su padre, aquel cariño, aquella complicidad…

Papá se detuvo en un lugar plano, sin pavimentar y rodeado de vegetación frondosa. Caminamos unos metros y entramos en un pequeño galpón, en el que había tres hombres que tenían un palo largo con un trozo de cristal en una de las puntas. Calentaban el cristal metiéndolo en un horno grande, y al sacarlo lo moldeaban con tenazas. En cuestión de minutos, el cristal dejaba su dureza y se volvía tan blando como la plastilina. En cuestión de instantes, se endurecía de nuevo.

Cielos, aquello era magia y los hombres eran unos artistas, porque, con una rapidez admirable, podían hacer animales u objetos preciosos y coloridos.

Tras aquel asombroso momento, pasamos a una pequeña tienda que estaba al lado de la fábrica, nada que ver con la gran exposición y las preciosidades que allí encontramos ahora; pero aun así, había cosas buenas y hermosas para la época. Mientras caminábamos, papá me dijo: “Vamos a comprarle un jarrón y un cenicero, tienen que ser grandes y bonitos, para que no tengamos que devolverlos”. 

¿Era el día de mamá?, que raro, ¿qué día?… tenía que ser su santo porque en abril había sido su  cumpleaños. Sí, era su santo, así que también era el mío, aunque yo no lo supiera. La verdad es que en el pueblo, entonces, no hacíamos conmemoraciones.

Papá y yo éramos muy serios, sobrios, así que elegimos un jarrón y un cenicero de color azul oscuro. Eran grandes y bonitos, y me preguntó si yo quería uno. Pensé que si era mi santo, también podía tener un regalo, y asentí. Me señaló a un jarroncito pequeño y rojo que había en una estantería, y me preguntó si me gustaba, le dije que sí y me lo compró.




Definitivamente, tenía que ser nuestro santo porque también me había regalado a mí. Lo pondría en la “cama de los cajones” que me habían comprado. La habíamos elegido papá y yo, en contra del gusto de mamá. Era algo así como la predecesora de las que hay hoy en día que tienen incorporada una biblioteca, pero a ella no le gustaba, quería una cama normal, y yo siempre vanguardista, me empeñé en la “cama de los cajones”, como ella la bautizó. Allí mi jarrón luciría hermoso, así que, si subí a San Antonio feliz, bajé aún más.

Normalmente no hablaba mucho, pero la tarde y noche del sábado era casi muda para guardar el secreto, no podía fallarle a papá y además me dolía la lengua, así que le ayudé a cambiar el agua y lavar las peceras, salté y salté, hasta para ir al baño. Estaba feliz, pero no hablaba, sabía que no podía hacerlo.

Por fin llegó el domingo y papá me despertó, había envuelto las dos cajas del regalo de mamá, y fuimos a buscarla. Ella preparaba los desayunos y las chicas a las que les daba la comida merodeaban por allí. Alguna le ayudaba, otras esperaban sentadas a la mesa, que estaba en el patio cubierto, y conversaban. Papá me dijo que debía decirle muy feliz día y darle un beso. Así lo hice y le entregué la caja más pequeña, contenía el cenicero, y papá le dio el jarrón. Mamá sonrió, me dijo gracias, agarró su regalo y me dio un beso. Las chicas se acercaron para desearle feliz día, pero nadie me felicitaba, así que empecé a sentirme ignorada y triste.

Por fin apareció, Estílita, así se llamaba una de las chicas, le dijo: “Feliz día de la madre” y la abrazó. Eso explicaba por qué nadie se interesaba en mí ni en mi pequeño jarrón rojo, que ya había ido a buscar y puesto en la mesa del patio cubierto, a ver si alguien se acordaba de que también era mi santo.

A mamá le gustaron sus regalos y sacó su viejo jarrón del recibo para colocar el nuevo, usó las mismas azucenas de plástico que tenía, y me mandó a poner el vestido que me habían comprado para Navidad. Ella se vistió con su mejor gala, y papá nos hizo una foto. Fue nuestro primer día de las madres como tal. El que las dos recordamos con alegría, aunque la separación que habíamos vivido no fuera en balde.  

Después hubo muchos más, aunque no los suficientes, o sí, quién sabe… En todo caso, hubo muy buenos días de la madre en mi vida, porque estoy convencida de que “la vida es aquello que transcurre y nuestra memoria elige recordar, acompañado por lo que el alma necesita para ser feliz”.

La vida es como es y solo podemos vivir cada momento lo mejor posible, dejándonos llevar por la realidad o por la imaginación, por lo que sea necesario para poder amar, perdonar, y aprovechar cada segundo antes de que sea tarde.

Les deseo que pasen un maravilloso Día de las Madres. Ojalá que la armonía y la paz reinen en todas las familias, que padres e hijos entendamos que todos somos humanos, que dejemos de lado las diferencias, y este sea un día de reconciliación para quienes están alejados. Que se olviden del orgullo unos y otros, porque no conduce a nada, porque perdiendo se gana, porque sembrando se recoge, porque olvidando se ama y se es feliz.


¡¡¡Muy feliz Día de las Madres y un abrazo para todas las mamás!!!


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