¡Hola amigos!
Hoy es un día especial, como cada
uno de los que tenemos la dicha de contemplar y vivir con la llegada del alba;
cuando los primeros rayos de luz se manifiestan por el este, y nos desvelan, lentamente,
cómo promete ser nuestra jornada.
Nos alegramos al verle vestida de
brillante dorado, generosa, sonriendo y energizándonos para que hagamos
realidad nuestros sueños… Llenos de ilusión, nos preparamos para aprovechar el
día dando nuevos pasos al frente, en pos de nuestras metas.
Cuando el amanecer se muestra
gris, sin embargo, parece que nos contagiamos con el tono de su vestimenta; y
limitamos nuestros pensamientos y ganas al concluir que es feo, que
probablemente lloverá y nos mojaremos, nos veremos atrapados en algún atasco…
La falta de colorido influye en
nuestro estado de ánimo, como cualquier ausencia, y pasamos por alto que el día
se muestra diferente porque así lo necesita la naturaleza… y que cualquier
acontecimiento, nublado o soleado, es parte de nuestro crecimiento.
A veces, un día radiante puede
convertirse en el más triste de nuestras vidas. Tanto, que podemos evocarlo con
total claridad muchos años después…
Aun así, hay que recordar siempre
que todo en la vida pasa… que, generalmente, los árboles tienen la resistencia
suficiente para soportar la fuerza de las tormentas, aunque pierdan algunas de
sus ramas.
La mayor tristeza es la que
sentimos cuando fallece alguien a quien amamos realmente, cuando le “perdemos
definitivamente”... En ese preciso instante nos invade un dolor indescriptible,
al que acompañamos con preguntas sin respuesta y llanto inconsolable.
Transcurren meses en los que deseamos haber cambiado algunas cosas, en los que quisiéramos
volver atrás, poder quitar y poner, "tenerles con nosotros"… e incluso acallar
remordimientos.
En medio de la inmensa pena, intentamos
atesorar a quien “se ha ido” y hacemos nuestras algunas de sus actuaciones, no
queremos desprendernos de sus cosas, guardamos pequeños objetos como recuerdo…
Lo que antes pasaba sin pena ni gloria, es ahora valorado.
Poco a poco, los bonitos
recuerdos, que se cuelan despacio entre el dolor, van ganando peso; y con el
transcurrir del tiempo terminan por adueñarse de su espacio.
Entonces sonreímos, porque
entendemos que “no se han ido”. Buscamos las fotografías de los mejores momentos,
las acariciamos y queremos colocarlas en lugares visibles de la casa. Evocamos sus
caricias, sus bromas, sus chistes… Nos sentimos agradecidos por sus enseñanzas,
por el tiempo compartido, por todo lo bueno que vivimos juntos, y surgen
interrogantes que nunca nos habíamos planteado: queremos conocer muchas cosas
que ignoramos de su mundo… pero ya es tarde, y lo entendemos. Entonces decidimos
conformarnos o imaginarlas.
Desaparecen los sentimientos
negativos que eran motivados por lo que pudimos hacer y no hicimos, por lo que debimos
cambiar y no cambiamos, por lo que quisiéramos que cambiaran y no cambiaron…
Con el paso del tiempo llega la
paz… No la experimentamos con la fuerza con que sentimos la tristeza del
principio, pero es mucho más duradera porque el amor perdura, porque la esencia
prevalece…
Descubrimos entonces que están
con nosotros, tanto o más que antes, y sentimos su energía muy cerca, su
espíritu. Les recordamos sonriendo, haciendo lo que más les gustaba,
queriéndonos, e incluso discutiendo con nosotros, porque como muy bien decía mamá: “Hasta
para pelear me hacéis falta”. Solo que esta vez, en la discusión no hay enfado,
únicamente el placer de su recuerdo.
Hoy se cumplen once años de su
partida y, casualmente, ayer revisaba un ensayo que hice hace algún tiempo
sobre Venezuela, esa tierra hermosa en la que le conocí. En él cuento algunos
sucesos de mi vida, porque Venezuela es parte de mí.
Entre las cosas que leí estaba
el trozo que narra el encuentro con mi madre, y que quiero compartir con
ustedes:
“Mis vivencias y recuerdos de esta bella patria comienzan en diciembre
de 1969, cuando, luego de dejar a mi familia y a mi gran pequeño mundo, comencé
una nueva etapa en esta tierra generosa. El largo camino, que no quería
recorrer, dividió mi vida en un antes y
un después.
Al llegar a Maiquetía me recibió únicamente el sol resplandeciente.
Recuerdo que secó mis lágrimas y me dio el cálido abrazo que necesitaba; no sé
si pude sonreírle, pero sentí que con su presencia mi nueva vida iba a ser
hermosa.
Ya en Caracas llegó papá a buscarme, joven, con su sonrisa tímida y
espléndida a la vez, contento, lleno de vida, con cara de satisfacción y
felicidad. Me pareció alto, era delgado, tenía pelo negro, cejas muy pobladas,
ojos verdes y brillantes. Estaba vestido con camisa blanca y pantalón oscuro.
Lo encontré alegre, como el país al que había llegado.
Me emocionó mucho verle porque le recordaba, aun cuando habían pasado 5
años desde su partida, y me sentí feliz al reconocerle entre los que caminaban
hacia mí por la, aún joven, avenida Fuerzas Armadas; a la que todavía siento
mía a pesar de los cambios, de los buhoneros, del tráfico, del humo de los
autobuses que dificulta la respiración y ha ennegrecido las fachadas, y de los
miles de ciudadanos que por ella transitan.
Me llevó a conocer a mamá, que también esperaba, sin saber cuándo. Me
dejó en la calle, escondida tras el muro del jardín, mientras él la preparaba
para el encuentro.
Cuando entré estaba sentada en su cama, seria, mirando hacia la puerta,
esperándome. La observé tímidamente, tenía puesta una falda de tablones,
marrón, y un suéter crema; su contextura era rellena y llevaba el cabello
corto.
No hubo recuerdos que vinieran a mi mente, no sentí la emoción que me
embargó al ver a papá. No la conocía…
Su voz no pudo pronunciar todo lo que me decían sus pequeños ojos
marrones, y yo no supe leer en ellos.
Con el tiempo entendí que, a pesar de sus bromas picantes, burlonas, de
sus carcajadas intensas, contagiosas, y de aquella forma de ser que le permitía
reírse de cualquier cosa, incluso de sí misma; su mirada era melancólica porque
llevaba consigo una vida de trabajos y rupturas escabrosas, complicadas y
tristes con los sueños. Protagonizada por miles de abrazos perdidos e
irrecuperables en la soledad y el paso del tiempo, y por ello utilizaba su
coraza marcadora de distancia, pero añorante de cercanía”.
El día seis se cumple además el
segundo aniversario de la partida de mi tía especial, la persona que me dio su
cariño y estuvo a mi lado durante los años de ausencia, la que me cuidó, me vio crecer y
compartió mis sonrisas… A la que, entonces, adopté como mamá.
Deseaba tener una
madre, como todos los niños que me rodeaban, de manera que, aun sabiendo que no
lo era, le llamaba mamá y la quería como tal... Hum, tal vez fue entonces cuando
me acostumbré a ser resolutiva ;).
Para despedirme, un estrato de los poemas que he escrito para ellas, y que además son universales:
Muy adentro
Cuanto más te busco más me
encuentro.
Cada vez que te hallo estás muy
adentro.
Escudriño entre los objetos,
rebusco en la memoria,
Y descubro que una sola tinta ha
escrito nuestra historia.
Dulce tu sonrisa, extravagante tu
risa…
Ante la inmensidad del amor se
encendía tu mirada poetisa.
…
Susurros solemnes te hicieron
vivir atardeceres dorados,
Y hallaste tu verdad entre
bosques recién plantados.
Entonces te necesitaba, te
buscaba, pero no te supe encontrar…
Solo navegando tu océano mi
desarraigo he podido curar.
Que te amo hoy quiero gritar… por
si me pudieras escuchar.
MQA.
Ángel ausente
…
Creciste bella, eras seria,
formal,
Una incansable guerrera, madre
incondicional.
Amaste… sin que te importara la
acogida.
Luchaste… hasta que perdiste la
vida.
Viviste con abnegación y
abrazaste hasta perder la razón,
Tuya era la dicha al entregar con
devoción.
A pesar de las glaciales heladas
y los ayeres vórtices,
En tu tierra hallaste manantial
de vida, germinación de raíces.
…
Eres el ser maravilloso que ha
encontrado la calma,
Ya no habitas en la tierra, pero
resides en el alma…
No hay comentarios:
Publicar un comentario